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Me gustaba ir todos los días al atardecer.

Por el sendero hecho con el peso de tantos caminantes, ya fuera del pueblo, se llegaba a la pequeña iglesia destartalada, casi choza de madera y piedra, pobre recuerdo de tiempos viejos como su cansado esqueleto.

Al atardecer solía sentarme en cualquier banco, no a rezar, solamente a estar en silencio con las cosas. En la penumbra, el polvo flotaba perezoso sobre el postrero rayo de sol filtrado por un agujero de la techumbre. La piedra sin revoque era, por fin de verdad, piedra. Los altares se caían de puro viejo, como alguna beata que, en aquellas horas, abandonaba con pasos quedos y caminar cansado sus últimas letanías. Me quedaba solo arropado por una calma apenas rota por los imprevistos crujidos de las vigas, los pequeños surcos en el polvo de fugitivos animalillos, el breve y alegre canto de la carcoma bailando en las maderas de los bancos.

Una de aquellas tardes que me dejaba arrullar por ese silencio hecho de pequeños sonidos, un rumor fuera de lo acostumbrado interrumpió la calma. Apenas muy leve al principio, fue concretándose poco a poco en voces aparentemente humanas. Venían de lo alto. Frente a mí, en un mísero altar con pretensiones de retablo, había dos pequeñas imágenes de santa María. No podría precisar sus nombres; ya sabéis lo poco que entiendo de marcas de vírgenes. Despintadas, viejas, las arañas les habían tejido espléndidas túnicas apenas transparentes. Una tenía un niño en brazos, la otra, solitaria, juntaba las manos y elevaba al Techo de Madera la mirada. Justo ante aquella, la del hijo bendecidor, una mano piadosa había dejado un ramito de margaritas en una jarra de agua. De allí venía el rumor. Con el tiempo uno aprende a escuchar los sonidos de las cosas. El rumor se hizo poco a poco inteligible: las palabras claras de una discusión venida de lo alto.

  • ¡Pues es injusto! Tanto derecho tienes tú como yo. ¿Acaso no somos iguales?

  • Eso lo dices tú, que te mueres de envidia. ¿Es que no se ve que tengo más categoría que tú?

  • ¿Por qué? Las dos representamos a la misma.

  • Pero yo tengo un hijo. ¿Qué tienes tú, vamos a ver? Juntas las manos para que no se vea que están vacías. Y venga mirar al Techo como una papanatas.

  • Cállate a o no respondo de mí. Después de todo, no sé a qué vienen tantos humos. Por unas simples flores.

  • Esas simples flores significan que se acuerdan de mí, que me quieren a mí. Ya verás que no me van a faltar nunca esas preciosas margaritas.

  • Eso lo veremos. ¡Como yo me lo proponga…!

  • Lo que pasa es que eres una rencorosa y no quieres reconocer que tengo más importancia que tú.

  • ¡Me estás sacando de quicio! Y cuando me enfadan pierdo el control, te lo advierto…

  • ¿Qué vas a hacer? ¿Lanzar octavillas para que se fijen en ti y te traigan muchos ramos de rosas?

  • Sé muy bien lo que voy a hacer. Ya verás. Todo esté pueblo me adorará. Me elevarán al altar mayor, me cubrirán de flores, me construirán una basílica. Y a ti te dejarán olvidada con tus míseras margaritas.

No pude escuchar el resto de la discusión que iba subiendo de tono rápidamente. Un repiqueteo alegre sobre la techumbre apagó el sonido de las voces. La lluvia mojaba vigas, paredes, bancos, deslizándose por todos los huecos y dejando churretes de tierra por donde pasaba su líquido cuerpo. Volví a casa mojado, con la extraña sensación de haber vivido por unos instantes dentro de las cosas, como parte palpitante de su misterioso mundo.

Por la mañana, un persistente griterío me despertó. Me asomé a la ventana. El pueblo entero corría calle adelante, dando voces que no lograba entender, entorpecido aún por el sueño. Salí a la calle. Las gentes se movían alocadas: Las madres con sus hijos llorones, los viejos con ramos, los hombres con cestos de frutas, los niños con flores. Una marea humana me envolvía, arrastrándome con ella. Por fin, entre las voces y los gritos, pude captar lo que ocurría: “¡Un milagro! ¡La Virgen ha llorado sangre esta noche! ¡Milagro! ¡Milagro!” Logré entrar con dificultad en la iglesia. La muchedumbre se agolpaba contemplando arrobada el Altar Mayor donde habían colocado aquella santa María solitaria de las manos juntas y los ojos vueltos al Techo de Madera, en cuya lívida cara destacaban dos hermosos surcos rojos, recientes, húmedos, de tierra y agua.

Entonaban cánticos, rezaban, gritaban, lloraban, reían, el pueblo entero era una lágrima gozosa. Los mejores frutos, las flores, las ramas, cubrían el altar, desbordaban por las escaleras, se enredaban en los pies del gentío. Habían callado las carcomas, las vigas, los pequeños animalillos huidizos, para dejar paso a la fe irracional de los humanos.

En el rincón del viejo altar con pretensiones de retablo, las margaritas silvestres se estaban marchitando.

Mayo, 1972

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