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Parábola del árbol

 

 

Como todas las tardes, el griterío ensordecedor le anunció la llegada de la bandada. Aterrorizadas por el crepúsculo, miles de plumas temblorosas vinieron a refugiarse entre su seguro verdor. Él les abrió los brazos, múltiples, acogedores, las enlazó con sus ramas y las arrulló con el susurro del viento para que se fueran durmiendo poco a poco, olvidando el miedo nocturno, precursor de la muerte. Y se sintió feliz, acariciada su dura piel por las diminutas patas de tantas aves confiadas, como puñados de plumas entre las hojas negras de la noche.  

Su mundo estaba hecho de tierra seca y de horizontes resquebrajados. Con dificultad, trepaban a las rocas el tomillo y el romero. De salto en salto, de piedra en piedra, los gorriones escarbaban en busca del alimento diario, disputado a las hormigas, a los saltamontes, a los lagartos. Entre la sed y el hambre nació el árbol. Una rama débil que fue creciendo con el sol hasta hacerse grande, fuerte como los roquedales, inamovible en su frondosa belleza. Y los gorriones tuvieron en él su casa, las hormigas horadaron sus nidos entre las raíces, crecieron las florecillas azules bajo su sombra, sirvió de oriente y de posada al caminante, fue querido y admirado en medio de la desolación.

 

También el ave dorada se refugió en él cuando se extravió de la bandada. Venía de muy lejos, cansada de volar. Cuando se posó en la rama más alta, los gorriones se retiraron, celosos por su cola de oro. El árbol se sintió enamorado de su esplendor, supo que el mundo era algo más hermoso que aquella tierra ingrata para la vida. Deseó levantar el vuelo con el pájaro de oro para llegar a las fértiles regiones donde él habitaba.

 

“Allá donde yo vivo la abundancia nunca termina: el agua brota en pura transparencia de todas las piedras, los frutos se ofrecen grandes y jugosos a las gargantas insaciables, la tierra es rica, acariciada por su manto de musgo mojado. Los pájaros de bellos plumajes tenemos muchos árboles como tú, enormes, acogedores, para cantar día y noche con trinos amistosos. Éste no es tu sitio, árbol. Nadie comprende tu valor.”

 

“¡Espera, no te vayas! Ya no podré vivir sin sentirte posada entre mis ramas. Quédate conmigo. Sin la luz de tu plumaje todo volverá a la oscuridad.”

 

“Imposible, árbol. He de regresar con los míos. No puedo detenerme. Allí está todo lo que amo. Si me quieres, sígueme. Vuela conmigo.”

Desde la rama más alta, un relámpago dorado surcó el cielo. El árbol quiso seguirlo. Elevó las ramas, echó al aire las hojas, pero las raíces lo retuvieron, tercamente abrazadas a la tierra.

 

Ni los gorriones, ni las hormigas, ni el viento que calmaba el agobio del sol, pudieron consolar al árbol. Hasta el día que llegaron los hombres impíos de plumajes oscuros. Rondaron largamente en torno a su cuerpo. Con sombrías miradas estudiaron, expertos, el grosor de su tronco. Habían encontrado un nuevo ejemplar para su colección, pero las palabras salidas de sus labios trajeron de nuevo la esperanza al árbol entristecido. ¡Querían llevarle al jardín de su pájaro amado, liberarle de la tierra reseca que impedía su vuelo!

 

“¿Y si muere con el cambio de lugar y de clima?”

 

No le importaba el riesgo. Desde que el ave dorada partiera, había estado muriendo hoja a hoja cada día. Quería gritarles con todas sus fuerzas:

 

“Llevadme, no temáis dañar mis raíces! No moriré si estoy con ella. Seré fuerte, duro como las peñas. Sacadme pronto. Cada minuto perdido es un instante menos que tengo de su presencia.”

 

Había pasado el mal momento. Tumbado sobre el camión, volaba con todas sus hojas agitadas al viento como una cabellera. La alegría le rebosaba por las ramas. ¡Por fin iba a vivir con su pájaro amado, en el mundo nuevo de la tierra generosa! Atrás quedaba el tiempo calcinado, la sed continua mal calmada. Aquellos hombres hicieron un buen trabajo: Perdió alguna raíz, pero lograron arrancarlo de la tierra. No importaba que cayeran los nidos entre marañas de hojas; que las hormigas corrieran alocadas, destruidas sus galerías por la fuerza sísmica de los picos; que las florecillas azules, arrojadas al aire, fueran durante unos instantes cielos diminutos, mariposas redondas.

 

La vida en el jardín era como un estallido de colores. Miles de ramas, miles de pájaros, miles de fuentes, envolvieron al árbol con sus cantos, sus olores, sus caricias. Pero el pájaro de oro tenía otros muchos árboles donde posarse, donde entonar sus trinos. Repartía su amor entre tantos que para él apenas quedaban unas migajas.

 

“Aquí no hago falta – se decía – Ella tiene otros árboles, muchos y más bellos que yo. Pero allá se han quedado solos mis gorriones. Habrán muerto, aterrorizados, al atardecer, sin cobijo, sin ramas para sus nidos, sin hojas para proteger sus cuerpos. Los he abandonado sin comprender que ellos me necesitaban.”

 

El árbol fue secándose poco a poco. Perdió las hojas, desfallecieron las ramas, murieron las raíces. Hasta que un día vinieron los hombres impíos y, perdido ya el interés por él, entregaron su tronco al descanso, convertido en humo, cenizas, polvo esparcido en la tierra.

 

Lo que el árbol nunca supo fue que los gorriones encontraron pronto otro refugio y pudieron olvidarle.

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