San Guindaleto mártir
Estaba en un rincón del desván, tirado de cualquier manera, sucio y apolillado. Me dio lástima y lo coloqué bien, limpiando lo mejor que pude su piel.
“No se esfuerce mucho –me dijo-. Ya estoy acostumbrado a los malos tratos”.
Se notaba que lo habían tratado mal. Incluso tenía un cuerno roto. Seguramente se astilló al tirarlo alguien en aquel rincón de la buhardilla.
Era un gran pensador. Se había construido una profunda filosofía de su muerte y gustaba de explicarla a aquel cónclave de cachivaches inútiles. Su voz, grave y pausada, se enredaba en los hilillos de las telarañas haciéndolas vibrar como cuerdas de guitarra. Un aire de campiña fresca removía el polvo con temblores de fiesta.
“Yo vivía feliz en mis campos. Esos campos largos, planos, cuadrados y secos de las tierras bajas.
Cuando yo era joven… Comer las margaritas, los tréboles, las amapolas de los prados. Todos los días el sol y el viento suave. Los cardos del camino, los olivos… Cuando era joven.
Recuerdo la primera vez que vi pasar una manada de hombres y me asusté. ¡Era tan inocente!
Un día vinieron otros hombres y se acabó la vida feliz. Nos obligaban a correr tras ellos, nos azuzaban, nos pinchaban, nos hacían burla, nos desafiaban. Al principio todo parecía un juego: corríamos, saltábamos; era divertido. Luego, el cansancio iba entrando en mis entrañas poco a poco. Entonces embestía, me tiraba contra ellos ciegamente deseando romper, destruir, destripar, pero me esquivaban siempre. Y volvía otra vez con más rabia, sintiendo la sangre acudir a mi garganta. Y al final, agotado, deseaba morir en cualquier rincón de la tierra, bajo la sombra de un árbol retorcido.
Transcurrió el invierno.
Y un día de primavera vinieron los hombres y me llevaron con otros compañeros a un extraño armatoste donde nos encerraron. Aquel ser que parecía sin vida empezó a resoplar y gruñir.
Todos estábamos tristes. Era oscuro el vientre de aquel animal. Por un hueco veía pasar mis campos, mis olivos, como arrastrados por un fuerte viento. No sabía entonces que era la última vez que contemplaba la tierra en primavera pero, sin comprender por qué, estaba triste.
Llegados a nuestro destino, esperamos varios días con la angustia metida en el corazón, encerrados entre paredes de piedras blanqueadas en las que el sol se reflejaba para deslumbrarnos e impedirnos ver el poquito de cielo que había sobre nuestras cabezas.
He pasado muchas horas tratando de comprender todo lo que sucedió después, hasta el momento de mi muerte.
Era un túnel oscuro, por el que ya habían pasado dos de mis compañeros. Allá al fondo estaba la luz, parecía la libertad. Pero no lo era.
Salí, cegado por el sol después de la oscuridad, corriendo con la cabeza baja, pensando no parar hasta mis lejanos campos.
Pero no podía.
Aquello era otro campo. Una pequeña llanura de arena sin árboles, sin agua, sin amapolas, sin horizonte. Unos hombres estaban allí, parecían esperarme. Y entonces lo vi. El caballo de las persecuciones en el campo, con el hombre preparado para martirizarme. La rabia se me subió a los ojos. Me lancé contra él, buscando derribarle, destruirle. Sentí un agudo dolor en la espalda, algo caliente resbalaba por ella. Un rugido espantoso se escuchaba allá arriba. Eran miles de humanos gritando algo que yo no comprendía. Pero sin duda se divertían con mi angustia y mi sufrimiento. Cuando me aparté del caballo sabiendo lo inútil de la lucha, otros hombres con trapos me incitaban para que me lanzara contra ellos. Yo embestía sin darme cuenta ya de lo que hacía. Clavaron palos en mi lomo, me dieron vueltas, me llevaron de un lado para otro. Sentía que me faltaban las fuerzas. Caí de rodillas. El monstruo humano rugía, se agitaba. Sentía venirme la sangre a la boca.
Uno de aquellos hombres hundió en mi cuerpo un palo puntiagudo. Me atravesó, desgarró mi carne. Sabía que iba a caer, quería mantenerme en pie. Ya no podía.
De la bestia humana se elevaron miles de palomas blancas. Perdí las fuerzas y caí.
Con un palo pequeño me remataron. Arrastraron mi cuerpo, lo descuartizaron. La cabeza sirvió para adornar la casa de un humano hasta que, cansado de mí, me arrojó a este rincón polvoriento. De mi cuerpo apenas queda este pobre despojo. Pero mi alma está allá, en el paraíso de los toros, con miles de mártires como yo, libres por fin de las angustias terrenas, protegidos por nuestro dios, para toda la eternidad.
¿Tendrán los hombres dios?
Julio de 1971