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Tarde de carnaval

Los domingos, con los zapatos limpios de los días de fiesta, íbamos a casa de la abuela en el barrio humilde, rodeado de huertos, a pocos kilómetros de la ciudad. Un tranvía de madera, con su trole de chispas doradas, nos llevaba a la aventura siempre nueva de un día de libertad, lejos de los libros de clase.

La calleja de tierra, con los surcos dejados por el paso lento y concienzudo de carros y tartanas, -los automóviles eran todavía un milagro casi imposible del dinero-, se perfilaba indecisa con baches y recovecos: a un lado, una hilera de casitas bajas, unidas unas a otras en una monótona y al tiempo variada sucesión de ventanas enrejadas y puertas con viejos aldabones. Al otro, una tapia de piedra con pequeñísimos torreones, ocultaba los sembrados de coles y lechugas del potentado del barrio. En ella solíamos subirnos muchas veces, de un salto tras rápida carrera, para espiar el vuelo libre de las mariposas blancas entre las grandes hojas verdes de las hortalizas.

Al atardecer, los días de buen tiempo, los vecinos sacaban a las puertas sus sillas bajas de enea, pintadas con chillones colores de esmalte barato. Sentados en corrillos, intercambiaban los últimos e inocentes chismes ocurridos por el barrio, con una tranquila conversación surgida de sus vidas quietas, en las que la salida del sol cada mañana era el gran acontecimiento repetido de su feliz supervivencia.

Nosotros, solo o con otros niños, corríamos y enredábamos, estorbando su charla, o nos quedábamos quietos durante horas, contemplando el ir y venir atareado de las hormigas con cabezas rojas, haciendo a veces terribles masacres en las filas ordenadas de las trabajadoras cuando, cansados de la quietud, volvíamos a nuestro afán de movimiento.

Un domingo frío había encerrado nuestras pequeñas inquietudes alrededor del brasero familiar en el cuarto de los muebles oscuros y los cuadros impresos con ninfas regordetas y reyes de leyenda. Parientes y vecinos, reunidos en torno al calor, reían y charlaban, bajando la voz cuando consideraban que sus palabras no eran adecuadas para nuestros oídos transparentes. Recordaban los días del carnaval de otros tiempos, antes de la prohibición, cuando disfrazadas de mil maneras, las gentes recorrían alegremente la alameda jugando al adivina quién soy, mascarita. Yo, sentado en la floreada cretona de la mecedora, acunaba mi aburrimiento de niño encerrado mientras observaba al otro extremo del cuarto la cara delicada, como porcelana recién salida del horno, de mi primo Eduardo. Siempre me produjo una extraña turbación, algo placentero e inquietante al tiempo, la contemplación de aquel rostro demasiado bello, al decir de su propia madre, para ser de un niño. Estaba sentado en su alta silla negra, muy formal. El calor del viejo brasero había puesto un ligero color rosado en sus mejillas blancas y parecía arrancar chispitas doradas de sus ojos, a menudo tristes.

Rara vez habíamos jugado juntos. Solía mantenerse próximo a su madre, una hermosa mujer de palabra fácil y corazón cerrado, admirándola en silencio y esperando las migajas de una sonrisa descuidada o la caricia inconsciente de la mano, durante su interminable parloteo. Cuando alguna vez, empujada por la necesidad de verse libre de su muda demanda de ternura, lo había enviado a nuestros juegos, un cierto encogimiento producido por su insuperable timidez, hacía que retardase nuestros correteos, hasta que lo dejábamos a un lado, cansados de su torpeza.

De nuevo era Eduardo, esta tarde fría, el tema de conversación entre hermanas y primas mayores. Otra vez su madre hablaba del día de su nacimiento, cuando todos esperaban la niña que ella había deseado durante su inacabable embarazo. Pero las piernecitas abiertas de la carne recién nacida, pusieron una nota de desilusión y perplejidad en sus ojos, que veían sin poderlo creer, la diminuta pero indudable virilidad del pequeño Eduardo.

Aún así, todas las mujeres coincidían en que, dejando aparte ese insignificante atributo, mi primo podía pasar por la niña más bella de la familia. No recuerdo de quién partió la idea, sin duda de alguna de mis pícaras primas, pero el caso es que a una se le ocurrió comentar lo bonito que estaría vestido de niña, con lo que, rebuscando en un viejo arcón, sacaron un disfraz usado en sus años infantiles por una de las hijas de la familia.

Enrojecido, con los ojos bajos, el niño fue atraído al círculo de las transformistas y despojado de sus ropas. Durante unos instantes se cruzaron nuestras miradas. Yo, atrincherado en mi vieja mecedora, contemplé su rostro arrebolado sin saber qué hacer para sacarlo de su vergüenza. No volvió a mirarme. Resignado y obediente, se sometió al juego de las mujeres: Unas faldas de amplios vuelos floreados se ciñeron a sus escuálidas caderas. Sobre una blusa, un corpiño negro bordado con canutillos de vidrio y resplandecientes lentejuelas, fue entrelazado con cordones a su espalda. Entre risas y bromas anudaron a su cintura un delantal de ampulosas puntillas amarilleadas por el tiempo y un gran pañuelo de raso ocultó el encanto de sus cabellos rizados. Mi prima Lola pintó sus labios de carmín encendido y puso más color en sus mejillas y la tía Dorotea cubrió sus hombros con un chillón mantoncillo de largos flecos rojos. Pusieron un abanico en su mano derecha, un cestillo de flores de trapo polvorientas colgado del brazo izquierdo y todas contemplaron y celebraron su obra haciéndole dar varias vueltas por la estancia. Convertido en un triste fantoche de colorines, yo pensaba que era mucho más lindo con su cara limpia y sus ropas de domingo. Creo que se avergonzaba por mí y por los otros chiquillos que se burlaban como queriendo estar a la altura de las crueles risas de las mujeres. Yo sabía que en el fondo de sus ojos las lágrimas pugnaban por romper la fingida sonrisa.

Se resistió débilmente cuando quisieron llevarlo en pasacalle para que fuera visto por todos los vecinos. Al fin lograron arrastrarlo y un grupo alegre y bullanguero se formó en torno suyo para ir de casa en casa jugando, como en los buenos tiempos del carnaval perdido, a las adivinanzas. Todas las mujeres estaban de acuerdo: Era una lástima que no hubiera nacido niña. Los hombres callaban.

Acabada la diversión, de regreso al calor confortable del cuarto, las alegres mujeres volvieron a sus conversaciones circulares, de terminar y volver a empezar, con un parloteo interminable, inútil como sus vidas. Silenciosamente, el pequeño Eduardo salió de la sala, aún con sus ropas de niña y sus coloretes. Cuando advertí la ausencia de mi primo fui en su busca, quería consolarle de algún modo, jugar con él para que olvidara las vergonzosas escenas. Lo encontré en el oscuro dormitorio de la abuela. Se había despojado de los vestidos y contemplaba la blancura de marfil de su cuerpo en el gran espejo del armario ropero.

Yo lo miraba con un cierto temblor en las rodillas, como quien descubre un tesoro prohibido, hasta que él pareció adivinar mi presencia. Volvió el rostro hacia mí. Quise hablarle pero una sola palabra que brotó de sus labios mojados por las lágrimas, detuvo mi gesto cariñoso.

  • ¡Vete!

Mi voz quedó ahogada en la garganta por el odio, la angustia, la tristeza que aquella sola palabra expresaba.

Regresé al cuarto de las comadres.

De nuevo en la mecedora, me entretuve contando las flores bordadas en las cortinas de mallas que colgaban a ambos lados de la ventana.

Súbitamente, un largo gemido, como de un gran animal herido, heló en el aire las palabras risueñas. Con caída de sillas, el terror en los ojos, empujándose unas a otras, las mujeres corrieron al dormitorio de la abuela. Yo, escurriéndome entre las piernas, había llegado el primero.

En la penumbra, como una rosa blanca que empezara a enrojecer, el cuerpo desnudo del pequeño Eduardo yacía sobre el suelo junto a unas tijeras. Mi tía, repentinamente humanizada, se precipitó sobre el niño y lo levantó hasta su regazo. Atronaban la casa los gritos de las mujeres.

La sangre resbalaba por los muslos como la salvia por el tallo de una flor cortada. Eduardo volvía el rostro más pálido que nunca hacia la cara trémula de su madre. En la mano convulsa apretaba aún el pequeño fruto cercenado de su vientre.

Mi primo sonreía. Febrero de 1972

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